La geometría del amor, de John Cheever

"No hay que temerle a la felicidad: pues no existe", es la frase que encabeza la página Web de la Asociación de Amigos de Michel Houellebecq. Frase del polémico escritor francés que podríamos aplicar a muchos personajes del norteamericano John Cheever (1912-1982), cuya compleja personalidad, actitudes sociales y planteamientos artísticos propiciaron en su momento juicios tan extremos, o bien llenos de fervor, o bien enconadamente detractores, como los que recibe el controvertido Houellebecq, estrella mediática en Francia. Ambos indagan en las heridas más íntimas de la sociedad de la que forman parte, la levedad de la "vida social" y la derrota de una libertad liberal sustentada en una moral de plástico. Pero también son autores cirujanos de su propia vida al acompañarse fielmente de un minucioso diario en el que registran durante toda su vida las experiencias personales, las contradicciones y autoflagelaciones que motivarán posteriormente la problemática existencial de sus personajes.
John Cheever, escritor norteamericano de novelas y relatos cortos nacido en Quincy, Massachussets, recibe el National Book Award con su primera novela, Crónica de los Wapshot (1957), continuada posteriormente en una serie de novelas semejante a la iniciada por Corre, Conejo, de su amigo John Updike. También, entre otros galardones, el premio Pulitzer al volumen Cuentos y relatos (1978), reunión de su obra completa en el género y referencia de la presente antología seleccionada por Rodrigo Fresán y traducida, a expensas de mínimos elementos retóricos que a veces envejecen el texto, por Aníbal Leal con especial atención a la musicalidad que impregna el estilo narrativo de Cheever.
El relato corto se manifiesta cada vez más como el género literario típicamente norteamericano. La reciente edición en España de la Antología del cuento norteamericano, seleccionada y prologada por Richard Ford, y de Habrá una vez. Antología del cuento joven norteamericano, seleccionada y traducida por Juan Francisco Merino, nos acerca al modo en que esta literatura ha sido testimonio de la historia y sociedad de su país a lo largo del siglo XX, la entusiasta germinación de un sueño colectivo de estilo de vida y su corrosión actual. Sin duda, los atentados del 11 de septiembre en Nueva York, más que los consecuentes bombardeos en Afganistán con su cuota de fracaso, ha hecho que, casi por primera vez, prestemos atención a una sociedad que se manifiesta tan débil y desamparada como pueda serlo cualquier otra. Los vemos como nuestros semejantes y nos damos cuenta de que apenas habíamos reparado en ellos como tales más allá de la pantalla cinematográfica. Las antologías citadas, así como el aluvión de volúmenes que recopilan relatos cortos de autores individuales, nos muestran precisamente eso, un mosaico de la vida cotidiana norteamericana a lo largo de su reciente historia. Y lo harán desde una perspectiva crítica con tendencia a la expresión concreta y a la simplicidad observadora. Señas de identidad de una literatura norteamericana recibida como "aire fresco" al que no estaba acostumbrado el lector extranjero. Los escritores norteamericanos, a diferencia de los europeos, no están presionados por su papel de intelectuales ante la sociedad, no han de mostrarse reflexivos porque, en palabras de Richard Ford, se preocupan más de la vida concreta que de la vida en general. Por otro lado, han contado, a diferencia también de los europeos, con el apoyo de prestigiosos semanarios (y no sólo literarios) que publican relatos cortos en sus páginas. Los dieciocho relatos incluidos en La geometría del amor han sido publicados entre los años 1947 y 1972 en The New Yorker, fundamentalmente, auténtica cuna literaria y sostén económico de la mayoría de los narradores norteamericanos de la época de Cheever que han sido rápidamente traducidos a otras lenguas, como Salinger, Erwin Shaw, Updike o Philip Roth, entre otros.
Pero el criterio de presentación de los relatos en La geometría del amor no se basa en el orden cronológico de su factura y publicación. Lo que pretende Rodrigo Fresán en la recopilación que conforma La geometría del amor es hilvanar, a través de unos relatos que funcionen como capítulos, una especie de novela atomizada que ofrezca testimonio del "territorio Cheever". Un territorio que se extiende en sus novelas por Nueva Inglaterra y en sus relatos por los barrios residenciales de clase media en torno a Nueva York. Casas con jardín y barbacoa, piscina y coctel. Urbanizaciones construidas alrededor del Club Social como las ciudades medievales europeas se construían en torno a la iglesia. Es el contexto de la silent majority, la mayoría moral encubridora de la aparente unanimidad del país. Y es ahí donde Cheever introduce su fino bisturí para dejar al descubierto la expansiva prosperidad del "hombre de traje gris", prosperidad que se eleva con una pretensión de trascendencia, fruto del ahondamiento religioso de los años cincuenta. Contextualización, por otro lado, en la que se vislumbra cierto cambio de clima mental en favor de una heterogeneidad tan incurable como encubierta. Barrios residenciales en cuya atmósfera de consumo y apariencia, Cheever, como luego haría Sam Mendes en la aclamada película American Beauty, inyecta una crítica implacable al American way of life para plasmar tanto su fracaso colectivo como la redención individual a modo de epifanía del protagonista. Relatos como "El ladrón de Shady Hill", "El marido rural" o "El nadador" están protagonizados por individuos atrapados por su entorno que se ponen en movimiento, en disposición disidente de iniciar una fuga que les otorga, en el transcurso del relato, una transformación revelada como cierta forma de santidad. Redención que adquiere ciertos destellos mitológicos en relatos como "Adiós, hermano mío" y "El ángel del puente", en los que se hace presente el "subtexto religioso" tantas veces verificado en la obra de Cheever, que dejó escrito en su Diario: "La forma más sencilla de comprender nuestro tiempo es a través de la mitología."
Cheever es también un escritor que expone su trabajo a profundas exigencias estéticas. Sus Diarios revelan tanto los quiebros de una personalidad autodestructiva como la insatisfacción que le produce el resultado de su propio trabajo. Su ambición técnica le conduce por un lado a la minuciosidad correctora, a ella se refiere respecto a "Las joyas de los Abbot", y por otro a la autoparodia estilística desarrollada en relatos como "Miscelánea de personajes que no figurarán". Exigencias propias de quien, como citábamos al principio, asume el trabajo artístico con vocación redentora: "La novelística es arte y el arte es el triunfo sobre el caos (nada menos) y podemos alcanzar este propósito sólo gracias al más atento ejercicio de la selección, pero en un mundo que cambia más velozmente de lo que podemos percibir siempre existe el peligro de que se confunda nuestra capacidad de selección y que la visión que proponemos acabe en nada." No es el caso de John Cheever al retratarnos una sociedad que disimula sus refugios antinucleares con las figuritas de los gnomos en el jardín y hace una escapada a Roma, el esplendor de las ruinas. ~


Os adjunto un párrafo por si os entra la curiosidad...

Mi esposa a menudo está triste porque su tristeza no es una tristeza triste, y dolida porque su dolor no es un dolor aplastante. Le pesa que su pesar no sea un pesar agudo, y cuando le explico que su pesar acerca de los defectos de su pesar puede ser un matiz diferente del espectro del sufrimiento humano, eso no la consuela. Oh, a veces me asalta la idea de dejarla. Puedo concebir una vida sin ella y los niños, puedo arreglarme sin la compañía de mis amigos, pero no soporto la idea de abandonar mis prados y mis jardines. No podría separarme de las puertas del porche, las que yo reparé y pinté, no puedo divorciarme de la sinuosa pared de ladrillos que levanté entre la puerta lateral y el rosal; y así, aunque mis cadenas están hechas de césped y pintura doméstica, me sujetarán hasta el día de mi muerte. Pero en ese momento agradecía a mi esposa lo que acababa de decir, su afirmación de que los aspectos externos de su vida tenían carácter de sueño. Las energías liberadas de la imaginación habían creado el supermercado, la víbora y la nota en la caja de pomada. Comparados con ellos, mis ensueños más desordenados tenían la literalidad de la doble contabilidad. Me complacía pensar que nuestra vida exterior tiene el carácter de un sueño y que en nuestros sueños hallamos las virtudes del conservadurismo. Después, entré en la casa, donde descubrí a la mujer de la limpieza fumando un cigarrillo egipcio robado y armando las cartas rotas que había encontrado en el canasto de los papeles.

Esa noche fuimos a cenar al Club Campestre Arroyo Gory. Consulté la lista de socios, buscando el nombre de Nils Jugstrum, pero no lo encontré, y me pregunté si se habría ahorcado. ¿Y para qué? Lo de costumbre. Gracie Masters, la hija única de un millonario que tenía una funeraria, estaba bailando con Pinky Townsend. Pinky estaba en libertad, con fianza de cincuenta mil dólares, a causa de sus manejos en la Bolsa de Valores. Una vez fijada la fianza, extrajo de su billetera los cincuenta mil. Bailé una pieza con Millie Surcliffe. Tocaron Lluvia, Claro de luna en el Ganges, Cuando el petirrojo rojo rojo viene buscando su antojo, Cinco metros dos, hay tus ojos, Carolina por la mañana y El Jeque de Arabia. Se hubiera dicho que estábamos bailando sobre la tumba de la coherencia social. Pero, si bien la escena era obviamente revolucionaria, ¿dónde está el nuevo día, el mundo futuro? La serie siguiente fue Lena, la de Palesteena, Porsiemprejamás soplando burbujas, Louisuille Lou, Sonrisas, y de nuevo El petirrojo rojo rojo. Esta última pieza de veras nos hace brincar, pero cuando la banda lanzó a pleno sus instrumentos vi que todos meneaban la cabeza con profunda desaprobación moral ante nuestras cabriolas. Millie regresó a su mesa, y yo permanecí de pie junto a la puerta, preguntándome por qué se me agita el corazón cuando veo que la gente abandona la pista de baile después de una serie; se agita lo mismo que se agita cuando veo mucha gente que se reúne y abandona una playa mientras la sombra del arrecife se extiende sobre el agua y la arena, se agita como si en esas amables partidas percibiese las energías y la irreflexión de la vida misma.

Pensé que el tiempo nos arrebata bruscamente los privilegios del espectador, y en definitiva esa pareja que charla de forma estridente en mal francés en el vestíbulo del Grande Bretagne (Atenas) somos nosotros mismos. Otro ocupó nuestro puesto detrás de las macetas de palmeras, nuestro lugar tranquilo en el bar, y expuestos a los ojos de todos, obligadamente miramos alrededor buscando otras líneas de observación. Lo que entonces deseaba identificar no era una sucesión de hechos sino una esencia, algo parecido a esa indescifrable colisión de contingencias que pueden provocar la exaltación o la desesperación. Lo que deseaba hacer era conferir, en un mundo tan incoherente, legitimidad a mis sueños. Nada de todo eso me agrió el humor y bailé, bebí y conté cuentos en el bar hasta cerca de la una, cuando volvimos a casa. Encendí el televisor y encontré un anuncio comercial que, como tantas otras cosas que había visto ese día, me pareció terriblemente divertido. Una joven con acento de internado preguntaba:

–¿Usted ofende con olor de abrigo de piel húmedo? Una capa de marta de cincuenta mil dólares sorprendida por la lluvia puede oler peor que un viejo sabueso que estuvo persiguiendo a un zorro a través de un pantano. Nada huele peor que el visón húmedo. Incluso una leve bruma consigue que el cordero, la mofeta, la civeta, la marta y otras pieles menos caras pero útiles parezcan tan malolientes como una leonera mal ventilada en un zoológico. Defiéndase de la vergüenza y el sentimiento de ansiedad mediante breves aplicaciones de Elixircol antes de usar sus pieles… –Esa mujer pertenecía al mundo del sueño, y así se lo dije antes de apagarla. Me dormí a la luz de la luna y soñé con una isla.

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